La luna
es de queso. Y noche tras noche el pequeño ratoncito subía al tejado de su casa
para poder verla y estar bajo su luz.
“¿Cómo
podré yo llegar hasta ella?” Estiraba sus pequeñas patitas para intentar
alcanzar aquella imagen y pensaba el modo de subir poco a poco hasta allí. Tal
vez saltando… quizás subiendo a las estrellas, trepando por ellas…
Por las
noches soñaba con su aroma, el olor divino que desprendía y que él percibía con
su hociquito y por el día tan solo planeaba la mejor manera de poder conseguir
su sueño mientras los demás le llamaban loco o simplemente decían “nunca lo
conseguirá”. Pero él no cesaba en el empeño de llegar hasta su luna de queso.
Y un
buen día, cuando ya no le quedaban grandes esperanzas de conseguir lo que
soñaba, como las cosas grandes llegan de repente, una gran idea vino hasta él. Un
pájaro, una pequeña golondrina, pasó por su ventana. Volaba alto, hacia el
cielo… jugaba con las nubes y se escondía en ellas, a favor de las corrientes
de aire y entre las hojas de los árboles que ya iban cayendo. Y así nuestro amigo el ratón trabajó y trabajó
sin descanso hasta conseguir fabricar unas preciosas alas de papel e hilo que
le permitirían a él también volar hasta su amada.
Esa noche,
la última que el ratón pasó atado al suelo, subió como siempre al tejado con
sus frágiles alas colocadas con cuidado sobre sus patas. Miró a la luna y dijo “por
fin llegaré a ti”, y ya agitando sus alas, cerró los ojos, respiró hondo y
saltó.
Aún en
las noches de luna llena, si te fijas bien, puedes ver al pequeño ratoncito
volar alrededor de la luna y cavar agujeritos en su superficie, mientras
disfruta ,a mordisquitos, de su luna de queso.