Al igual
que a un niño le da miedo la oscuridad yo temo la llegada de la noche. El silencio,
la sensación de frio que recorre mi espalda y la nada que ocupa mi pensamiento
hace imposible que aquello que trataba de mantener durante el día permanezca
junto a mí.
Y es
que parece inevitable pensar en la velocidad, la distancia y en la soledad
cuando se deja entrar una pizca de desconfianza o desaliento. Porque ante la
luz podemos mantenernos arriba, firmes en la alegría y la esperanza (es lo último
que se pierde), pero cuando nos inunda no somos sino de arena ante la tempestad
que nos golpea.
Y tan
solo una imagen o un pensamiento fuera de lugar destrozan la paz que a la luz
del sol hemos ido acumulando mientras pensábamos, precisamente, en la oscura
noche y su constante retorno.
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